Un 17 de Diciembre de 1706 nació en Paris la que es considerada la primera gran científica y matemática francesa Émilie du Châtelet. Hija del jefe de protocolo de Luis XIV, desde pequeña, se prodigaba en demostrar su inteligencia y conocimientos por doquier. Era tal su interés por el estudio, algo impropio de la época al tratarse de una niña, que desde los seis años estudiaba latín y griego, en su domicilio educada por instructores particulares, algo común en la época en familias de alta alcurnia y en particular en aquellas donde las inquietudes culturales eran “moneda común”. Estudió también matemáticas, latín y griego, física, música e inglés, entre otras actividades deportivas y culturales; pero su preferida era las Matemáticas.
A los 16 años fue presentada en sociedad: en la corte de Versalles. Desde entonces sus correrías, extravagancias y sobre todo su glamour fueron exaltados a la máxima potencia: disfrutó hasta el límite de lo permitido a una mujer en esos tiempos, y en más de una ocasión traspasó ese límite. A los 19 años se casó con el militar marqués du Châtelet, con el que tuvo dos hijos en los dos primeros años de matrimonio y otra que murió fruto de amoríos con el poeta Saint-Lambert. Parece que el matrimonio le hizo sentar la cabeza -y a su vez subir de posición social llegando a la nobleza militar-, pero siempre fue una mujer adelantada a su tiempo, también en costumbres sociales y comportamientos fuera de lo común.
Una vida socialmente intensa traía una conducta libertina y amoríos diversos: su reputación de frívola no era equivocada. La aristocracia, a la que ella pertenecía, puso de moda el estudio de la Ciencia y los nuevos descubrimientos. Ella, por lo tanto, siguió el camino de los de su clase: se dedicó a la ciencia y a las tertulias en los cafés de Paris, donde estaba prohibida la entrada de mujeres. Para ello se disfrazó alguna vez – desafiando costumbres y normas- y participaba así de reuniones, charlas y debates sobre filosofía, ciencia, política, poesía,… lo que cayera por el lugar. Participaba así de las noches bohemias de Paris y de sus juergas correspondientes.
Sus conocimientos de la lengua inglesa le permitieron traducir a Locke y a Newton y participar, consecuentemente, en debates científicos y filosóficos. Para ello debió aumentar sus conocimientos científicos y matemáticos, para entender totalmente los documentos que traducía. Se rodeó de matemáticos seguidores de Newton como Maupertuis y Clairaut(¡que a la postre fueron amantes suyos!) y el alemán Koening –alumno de Leibniz- y con su ayuda el nivel científico de la marquesa fue el óptimo para sus propósitos y objetivos. La investigación le exigía demasiado tiempo, que escasamente podía disponer, lo que le frustraba enormemente. De todas formas su obra escrita es abundante en matemáticas, filosofía- metafísica- , religión y lengua.
En 1734 tras la orden de arresto contra Voltaire a causa de la edición de las cartas inglesas sin permiso, Émilie le ofreció como refugio su castillo de Cirey, en el norte de Francia, que más tarde convirtieron en su nido de amor y de estudio.
Este tiempo de soledad les apartó de la corte, pero su producción científica lo compensó y, sobre todo, su relación personal muy intensa; y aunque su marido también pasaba temporadas en el castillo, el temor al escándalo le hizo aceptar la situación (otros autores dan la versión de los préstamos de Voltaire para la reconstrucción del castillo y los gastos de su estancia). Lo cierto es que ella “disfrutaba de lo lindo” y su marido “cornudo consentido”. A partir de 1739 comenzaron de nuevo sus estancias en Paris y sus viajes a Bruselas, Luneville,…
La edad de su amante y la inclinación de ella al juego de naipes fueron enfriando el amor en la pareja. En 1745 rompió la relación con Voltaire, pero siguieron viviendo juntos hasta su muerte. Más tarde se enamoró de Saint-Lambert, poeta y militar, bastante más joven que ella, del que quedó embarazada y, a la postre, como consecuencias del parto murió, trabajando hasta el mismo día de su muerte. Pero murió joven, el 10 de Septiembre de 1749, a los 43 años, y ello limitó por tanto su producción científica.
Tradujo algunas obras de Newton, como Essais sur l’optique , Institutions de Physique , o el más famoso Principia Mathematica. Intentó ser autónoma en su pensamiento lo que le trajo no pocos sinsabores y disgustos, sobre todo con Voltaire y después con su amigo Koening, con quien al darle un estudio para pedirle opinión éste se apropió del resultado: restableció la autoría sobre sus trabajos un tiempo después. La Sorbonne llego a reconocer sus avances, así como algunos de sus contemporáneos.
Incluso la Academia de Ciencias de Bolonia la admitió en 1746. Su insistencia en escribir en secreto parece que se fundamenta en dos pilares: su condición de mujer y sus planteamientos novedosos y ambas cosas unidas aumentaba el riesgo. Tuvo tiempo de terminar de traducir Principies mathematiques de la philosofie de Newton, pero lo publicó su amigo y amante Voltaire, ya en 1752, reconociendo en su prefacio la fortaleza de la científica en sus últimos días, que pasó junto a ella.
Como dice de ella Fernando Savater en un estupendo artículo en El País “…se dedicó a la filosofía y no al prejuicio, a la ciencia y no a la superstición, a la pasión y no a la gazmoñería, al juego y no a la oración, a la felicidad y no al renunciamiento. No se entregó al confesor ni a la familia, sino a Voltaire. Y cuando años después comprobó que el enciclopedista, además de descuidarla por otras, ya flaqueaba a la hora sagrada del empuje erótico, se buscó un amante joven y vigoroso, incluso demasiado vigoroso quizás. Hizo bien, que caramba: chapeau!...”
Fue pionera en estos comportamientos, abiertamente contrarios a la moral dominante y a las convenciones sociales establecidas: libre y culta, por encima de todo. Y una sed insaciable de conocimiento, saber, cultura y amor. Su Discurso sobre la felicidad debe formar parte de la mesita de noche de todo aquel que quiera conocerla y su pasión por la vida y por la ciencia.
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